Hay sinceramente días en los que no existe nada para sacar desde dentro, períodos oscuros en los que la inspiración no llega y la disciplina no es capaz de enviarle una invitación atractiva. Es en esos momentos es cuando busco por todos los rincones, por cada rendija llena de polvo, detrás de las cortinas y debajo del gato una idea a la que poder sacar provecho.
Hay días en que fluyen por sí solas y se ponen delante de uno, casi tapando la propia imagen proyectada imperfectamente en el espejo. Esperan un pequeño empujón que las traiga al mundo y las haga públicas.
Hay días en que se ocultan. Juegan, mutan y cambian, pero no pierden por completo su esencia. En la mañana son una y en la tarde otra, quizá para la noche ya se vistan de gala y bien maquilladas salgan a pasear por los campos vastos.
Hay días para los que no hay explicación y más vale ignorarlos por completo. Comienzan desganados y marchitan más rápido de lo que uno podría creer, ninguna siquiera piensa en aparecer, peor aún, el más mínimo esfuerzo por integrarlas resulta doloroso e incómodo. Más vale dormir.
Hay días para los cuales uno no está preparado y de los que siempre una porción es poca. Van y vienen, desfilan, transmiten su energía y no las logro retener. Son más rápidas que la velocidad en que hablo, tecleo o incluso pienso. Esos son los mejores, los que más disfruto. Ellas se mezclan, hacen alianzas, me superan en número y me lo hacen sentir. Me absorben rápidamente y tengo que dedicarles mi completa atención, de lo contrario podría perderlas para siempre.
Hay días en que recuerdo a las que se han ido. Esas que me visitan en momentos no indicados. Mi bolsillo porta siempre (bueno casi siempre) un lápiz, pero no en todas las ocasiones hay donde escribir. Buscar un papel las espanta, la tinta no siempre fluye y se aburren, viene una palabra ajena y las envenena, la piel no es un formato de soporte confiable y al parecer les da alergia. Su vida es tan efímera y frágil, siempre es más fácil matarlas que mantenerlas sanas y salvas.
Hay días en que me quedo saboreando alguna, propia o importada. A veces me las quedo solo para mí, pero no suelen gustarles las personas posesivas, pronto desaparecen. A veces las escribo, a veces las comparto con alguien más. Me terminan desconociendo y se quedan con otro que las hace sentir más queridas y les da lo que merecen; respeto y proyección.
Hay días en que las limpio, las ordeno y las cepillo. Nada mejor que una de ellas bien lustrada y brillante. Precisa precaución un punto, hay algunas que ni ordenadas ni lavadas a fondo resultan bellas. De esas hay que deshacerse luego, pues muchas veces se pegan a lugares del cuerpo que más tarde duelen. Principalmente eligen el corazón y lo punzan. Puede que hagan picar los ojos y llorar descontroladamente. Otras prefieren activar de forma contundente las cuerdas vocales y nos hacen gritar. En fin, se manifiestan de distinta forma, pero casi la totalidad de las veces con sensaciones desagradables para quien las usa.
Hay días en que ando distraído y se me escapan, como ahora. Estaba hablando de cuando las limpio y me alejé del punto. Cuando están brillantes son hermosas, transmiten energía a todo el mundo. Tienen un carisma increíble y alegran a las personas, son muy cariñosas. Cuando las acaricio no siempre sé si son mías o si lo seguirán siendo. Las junto en pilas, aunque a algunas las dejo ir para sean libres. Pongo unas pocas más cerca, otras las alejo por un tiempo. Siempre caben más y más, es increíble como se hacen espacio a pesar de que las hay de todos tamaños y colores.
También hay noches, pero las que allí veo suelen no gustarme. Son versiones más alocadas que sus hermanas diurnas. Salvajes, juguetonas, intrincadas. No puedes explicar de donde vienen ni adonde van. Creo que ya están aquí, las empiezo a sentir vecinas al cerrar los párpados.